Análisis de la tercera temporada de Succession, entre especulaciones sobre inercias de guión, tensiones entre drama y comedia y los espejos de los personajes en el mundo –y viceversa–.
Por Nahuel Karg
1. Empezamos por el final (que no llegó): especulaciones.
Si tuviéramos que analizar a Succession como una obra en tres actos –especulamos sobre una hipótesis de «final digno»: una, dos temporadas más; puede fallar– lo que vimos anteayer, en el final de la tercera temporada sería el punto de giro que da introducción al tercer acto, el final. Los tres hijos, unidos luego de los juegos de guerra de entrevista laboral a cielo abierto que tuvieron, se ven obligados a disputar el control de la compañía a sus padres, unidos por el espanto. La tensión futura, todavía en términos especulativos, existirá en la inmediata creación de equipos en reyerta (Tom como traidor de Shioban, Greg como eterno traficante de información; Stew, Gerry y Frank como heridos de guerra con información privilegiada), en las posibilidades de daño que cada soldado dejó en la batalla (posibilidades de demandas para todos, por cómo reviven ciertas tramas pasadas: el abandono de persona de Kendall, las posibles demandas por abuso sexual de Roman, las esquirlas del tema cruceros) y las negociaciones que quedaron: las concesiones de la ex esposa de Logan, Caroline, para su nuevo esposo, luego de cambiar los términos de divorcio para cagar a sus descendientes (el guionista Frank Rich declaró que en una primera instancia la pensaron físicamente en el cuarto en el cual Logan les hace la jugarreta, pero que cambiaron su aparición a una por teléfono porque la hacía más cruel). Habrán, seguimos estipulando, cambios de equipos, el ingreso de la política ya ahora dentro de campo (el apoyo de la familia Roy a Jeryd Meneken, el Bolsonaro/Trump que introducirá la serie, y el salto en escala que eso significará); posiblemente algo de cárcel (entre los tantos asesores que tiene el equipo de guionistas hay quienes entrenan a ricos con posibilidad de prisión) y se pueden esperar roles más significativos para Tom Wambsgans, gran ganador, y para Connor Roy y sus aspiraciones políticas hasta ahora inverosímiles, contando de repente con el aval de GoJo (además de que la investigación sobre su ahora futura esposa se sembró en múltiples formas, en tantos capítulos, que no parece ser posible desistir de sus frutos).
Lo que nos dejó el último capítulo de la tercera temporada es un cambio que exige otros, aunque el giro sea para festejar y a la vez una experiencia audiovisual hermosa. Como el «we have to come back, Kate» de Lost, que cambió –sabemos ahora, para mal– la serie, Succession va a tener que buscar justificativos para que sigamos apoyando a los hijos luego de las varias razones que dio un Logan Roy que, más allá de su acostumbrada crueldad, está haciendo por primera vez cosas que se le exigían –asociarse a una tecnológica en lugar de comprar cadenas de tv locales, premiar a gente con un recorrido extenso, como Tom–. Antes la trama descansaba en que Kendall &/o bros merecían el trono, luego de las traiciones de Logan, sus subibajas de salud y las decisiones desacertadas –no arreglar con el FBI, no cerrar acuerdos por caprichos, postergar decisiones pedidas por accionistas–. La sucesión de crueldades e hijaputeses a las que asistimos por parte de los herederos, amén de su espíritu de parásitos niños ricos con tristeza, obliga a la trama a un villano nuevo que les dé luz por oposición –el ethos de Succession–: todos los caminos apuntan al dueño de GoJo, Lukas Matsson, todavía no tan bigger than life, y a Jeryd Meneken, el candidato de ultraderecha que está apoyando Logan, que puede amenazarlos no sólo a ellos sino al mundo –y ahí puede estar la alianza de los hijos con otros candidatos–.
El futuro, sin embargo, en este presente movido y tumultuoso –diciembre 2021–, está abierto: «¿Cómo sigue?» le pregunta Kara Swisher a Jesse Armstrong, creador de la serie y productor ejecutivo, en el podcast oficial de la misma para HBO. Armstrong responde que tiene una idea, pero que debe confirmarla con el equipo de guionistas, ver sus caras cuando se las cuente (¿una idea para la temporada cuatro o para todo el arco?, posiblemente lo primero).
2. El tema del prestigio
El nombre de Shakespeare aparece en Succession como referencia –McKay diciendo en los castings que la serie se pensaba como una reversión de Rey Lear, las referencias luego a Macbeth en la trama, el carácter expositivo de los duelos– pero también como testimonio de la sempiterna tensión drama/comedia, en la cual la primera sería considerar al arte como un juicio elevado de la condición humana, atemporal y profundo, multidireccional e íntimo, que sigue patrones ancestrales y tiene destino de posteridad, y a la segunda como una serie de efectismos anclados en un contexto determinado, sin otra pretensión que provocar un resultado –aquí la risa; en el terror, también vilipendiado, el miedo– y sin posibilidades de pasar instancias de validación futuras, por el cambio de referencia que hace que los chistes no funcionen. No lo digo yo, lo dice el propio protagonista Jeremy Strong –Kendall Roy– cuando en una nota en el New Yorker se queja de que Kieran Culkin –Roman Roy– y el periodista que lo entrevista –Michael Schulman– leyeran la serie como una comedia. «¿Comedia como Chéjov, querés decir?», se asombra Strong.
–Por eso lo llamamos a Jeremy –resuelve Adam McKay, célebre productor de la serie:– porque no actúa como si estuviera haciendo una comedia. Actúa como si fuera Hamlet.
La nota en New Yorker, en la cual se hace un seguimiento del actor y se revela la singular influencia que tuvo sobre él trabajar con Daniel Day Lewis –primero como asistente, luego como compañero–, consistió en el centro de una serie de controversias muy graciosas. Strong, para despegarse de la imagen de denso –en la nota se afirmaba que el resto del elenco despreciaba sus modos de trabajo solitario y se preocupaba por su salud mental–, instó a varios de sus colegas conocidos a contradecir los comentarios que habían acercado al periodista, generando una serie de comunicados de prensa insólitos que terminaron confirmando lo que se pretendía negar.
Siendo más puntuales con este apartado podemos advertir que textos sagrados como El Quijote de la Mancha, el Ulysses de Joyce y hasta Mientras agonizo de Faulkner no fueron –no son– otra cosa que tomarse a joda todo. Y también observemos que la tan anunciada reunión de accionistas, el capítulo cinco de esta temporada, fue para quien escribe estas líneas la comedia del año.
3. Lo dicho
Los diálogos, sí, notables. Ácidos, acrobáticos. Las diversas inteligencias puestas al servicio de destacar personalidades, de singularizar éticas, modos de vida. Pero también niveles de poder. Porque en Succession los combatientes, los aspirantes, reaccionan en pasos; ponen una cara –la reacción original–, dicen lo que el interlocutor espera, después un par de interjecciones –siempre «oh», «uh», mientras digieren la propuesta–, y luego lo que la naturaleza les indique, para salvaguardar su postura. Todos pasos obligados para la negociación infinita de la que son parte, y que aumenta o disminuye en tanto el personaje se encuentre más o menos seguro en su contexto –siempre volátil, siempre exigente–.
El espacio de la duda, de las micronegociaciones, se termina en Roy Logan, el patriarca, quien ocupa –aun meándose en una oficina o delirando gatos– el lugar de la decisión, de lo dado, de lo estable, del poder, y que es quien vive las decisiones casi siempre fuera de las palabras. Muchas de sus declaraciones ambiguas son respuestas gestuales que abren en sus súbditos pequeños interrogantes; cuando no es un silencio, una mirada o irse a otra charla, será con uno de sus acostumbrados «fuck off» que sirven, también, para quitar el stress de las negociaciones y demostrar que ese mundo ficticio también es un juego –«a little of spice, a little of fun, a little of truth», diría el propio Logan–.
Y aquí volvemos a los procedimientos. Porque las micro dudas y las interjecciones en los parlamentos, así como el uso constante del zoom, los paneos sonoros a objetivos fuera de foco y el mismo uso focal en la puesta de cámara, sirven para demostrar fragilidad en las negociaciones, para señalar que personajes que tienen parlamentos brillantes, audaces, originales, lúcidos, pueden ser resueltamente tontos, marginales, débiles. (Y también para salirse un poco del “estilo Aaron Sorkin” que habitan.) Son tontos –o se ven forzados a actuar mal, por la competencia–, pero no sólo hablan bien, por entrenamiento, sino que alcanzan en sus disertaciones la totalidad de las discusiones actuales, en grados que rozan la inverosimilitud. Kendall Roy justificando un rapeo en su cumpleaños cuarenta mediante el concepto de antifrágil de Nassim Taleb, o las observaciones históricas siempre a disposición –porque estaban en un libro sobre prisión, o lo dijo Mark Zuckerberg, o justo estaban leyendo–, o todos los puntos de vista de un debate sobre política exterior, economía, feminismo y liberalismo. Los ingenios constantes demuestran el límite entre la articulación verbal y los sentimientos: los hijos de Roy encierran destrezas a la vez que fallan en la negociación de relaciones –cómo intentan relaciones de pareja, cómo les va–. De alguna manera la dialéctica en la que fueron criados bloquea el tratamiento correcto de las emociones y ahí está el final de la tercera temporada, para confirmar que no fueron otra cosa que alumnos fallidos de un workaholic imposible de complacer –el mismo Logan Roy diciéndole al magnate tech Lukas Matsson, en el medio de una negociación, «todo es aburrido menos esto»–.
Y todos dicen que los personajes caen mal. Y caen mal. Pero cuando plantean que Kendall se ahoga en la pileta –y cuántas sumergidas en piletas, lagos y bañeras vacías de este Lázaro– nadie se lo cree, y cuando sucede la boda roja –y justo, otra vez, S03E09– nadie disfruta.
4. El tema de Rupert Murdoch
Está en internet el video en el cual se comparan las audiencias públicas que tuvo Rupert Murdoch ante el parlamento británico en 2011, con las que interpreta la familia Roy en la serie. Todo indica que las similitudes entre la familia de ficción y la que posee el conglomerado de medios Fox News no son azarosas: el creador de la serie tuvo problemas para desarrollar un proyecto sobre Murdoch y decidió hacer otro casi igual: Succession. Brian Cox contó hace poco que el esposo de Elizabeth Murdoch se le acercó en una cafetería a pedir que sean más piadosos con “ella”, hablando de Shioban Roy. También condena frecuentemente la injerencia en el gobierno de Estados Unidos que tuvieron por lazos familiares figuras como Ivanka Trump y su esposo Jared Kusher («no elegidos por el pueblo»), que también aparecen en este juego de espejos como versiones de otro mundo en movimiento, con nombres reemplazables como Hearst, Musk y largos etcéteras.
También en este punto vale recalcar que una obra es otra cosa que el conjunto de sus intenciones, de sus referencias, de sus ambiciones. Y mucho más en Succession, con el nivel de interpretación que ofrece el combinado bestial de actores que están a disposición. Son fascinantes las preguntas que la periodista estadounidense Kara Swisher le hizo a los responsables de la serie en el último capítulo del podcast de la serie en HBO, sobre cuestiones ambiguas de la serie, y cómo éstos buscaron eludirlas, cual Indios Solaris, una por una. «¿Es una relación por conveniencia la de Tom y Gregg o hay algo real?» Armstrong tarda mucho en evadir la respuesta y refiere que aunque ellos en la sala de escritores crean que es por conveniencia o no –no lo dirá–, la interpretación de los actores agrega capas que el guión no tiene. Con el nivel de actores que tenemos, dice, nunca el guión se termina en sí mismo. Sumemos la edición, la musicalización, pero además: una obra nunca se resume a las intenciones de su autor.
Los que rechazaron el guión de Jesse Armstrong sobre Murdoch lo saben.
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