Sobre The Irishman, de Martin Scorsese, y por qué no forma parte de la trilogía de películas de mafia de Martin Scorsese. Y sobre el parque temático de Martin Scorsese. Y sobre por qué esta última película del gran director será mejor apreciada en Netflix que en cines.
Por Nahuel Karg
1. Martin Skywalker, parque temático
En una época de reboots escondidos en guiones iguales (El despertar de la fuerza con Star Wars, Creed con Rocky, Jurassic World con Jurassic Park) y en el particular año de las secuelas innecesarias (Toy Story 4, El Camino, Dr. Sueño, Terminator: Destino Oculto, El Rey León, Men in Black: International, Dumbo, Rambo: la última misión, Aladdin, y largos etcéteras), los grandes hitos en el cine (ese ¿lugar?, esa charla) parecieron ser los directores que juegan con su firma: Tarantino y su revisionismo histórico pop en Once upon a time… in Hollywood, Ari Aster y su cover blanco de su ópera prima en Midsommar, Almodovar con su 8 y 1/2 personal en Dolor y Gloria y Scorsese con sus avengers de la mafia basada en hechos reales en The Irishman. (Arriba de todo, para este cronista, Parasite, de Bong Joon-Ho.)
The Irishman empieza con un plano secuencia (filmado con cámara en mano) que recorre un hogar de ancianos para, finalmente, presentarnos al protagonista del film, el otrora asesino a sueldo Frank Sheeran (un Robert De Niro yendo y viniendo del filtro) como residente. Este plano largo del comienzo, y del cual he leído elogios (se lo analiza como una reversión geriátrica del célebre plano secuencia del Copacabana en Buenos Muchachos), nos puede servir de símbolo acerca de cómo funciona este film con respecto a los anteriores del director en el mismo espectro. Buenos Muchachos arranca con el apogeo desatado, en un viaje en auto entre los protagonistas y un prisionero en el baúl, al que volveremos luego en el segundo acto. Casino lo mismo: la primera secuencia es el atentado en el auto contra el personaje de Robert De Niro al que llegaremos en el tercer acto. Y El Lobo de Wall Street comienza con una publicidad de la agencia Stratton Oakmont en su época de esplendor y el lanzamiento de enanos en una oficina dionisíaca, sucesos también del segundo acto.
En las tres películas el protagonista (Liotta, De Niro, Di Caprio) nos presenta el auge, y después explica en over, al palo, pistas del presente, y qué nos llevó hasta aquí. En el comienzo de The Irishman, en ese plano secuencia, la cámara se mueve por espacios anodinos, descartables, hasta que llega a un Frank Sheeran último que se muestra ante nosotros sin claves narrativas ni promesas. En el plano secuencia del ingreso al club de Buenos Muchachos hay una presentación gigantesca de información en pocos segundos (la importancia de Henry Hill, su relación con el mundo, los submundos ilegales físicos en los que vive, el dinero que tiene, los contactos que le rinden pleitesía, su lugar dentro del entramado mafioso, la mirada de Karen sobre esto, etc) que se secunda en un virtuosismo técnico (primeros steadicam) y que, acompasado por los relatos en off (de él, de ella) sintetizan semanas enteras de la relación entre ambos. La secuencia que da inicio a The Irishman presenta no ya varias voces over atemporales, de consciencia variables, sino una voz en on y en off explicadas. Este plano en la residencia podría comenzar diez segundos más tarde, o veinte, o directamente con la imagen de De Niro en la habitación, o podría haberse secuenciado mediante cortes, para dinamizar. El film (de tres horas y media) podría haber arrancado después, con el viaje con Pesci y las parejas, directamente, y/o con Sheeran en over diciendo “ese día salimos con las mujeres para reunirnos con Hoffa, o para matarlo”. Pero no: en The Irishman la velocidad será otra, las explicaciones serán otras, y detrás de todo está la decisión del guionista (Pandillas de New York) y de la montajista (que salió a aclarar antes que esta película no era Buenos Muchachos), de no seguir tan ajustadamente la velocidad de la trilogía de mafia scorsesiana y trazar un camino intermedio con la otra obra del director. Hay decisiones formales que deslindan a The Irishman de la herencia de Casino y Buenos Muchachos, más allá del tema y del casting.
Porque además, digámoslo, se habla de The Irishman como la parte tres de la trilogía sobre la mafia de Scorsese (Buenos Muchachos como la ensoñación de la niñez/adolescencia, Casino sobre las trampas y responsabilidades de la adultez y The Irishman sobre la culpa, la vejez y las consecuencias), pero El Lobo de Wall Street funciona mejor como cierre de esta trilogía porque, al igual que Casino y Buenos Muchachos, introduce al espectador a un ecosistema puntual de leyes y dinámicas fascinantes (cada una de su época, con sus límites), y tiene un final en el tono de éstas películas. La familia gangster como refugio en la primera, el juego y los límites de lo legal en la identidad en la segunda, y el dinero como medio y como fin dentro del sistema financiero en la tercera. La identidad de la ilegalidad, el peligro y la traición a esa familia; y luego el orden restablecido. En ese sentido, The Irishman no estudia fenómenos de época que derraman en generaciones y ciudades (New York, Las Vegas, Boston) sino que se mete en una relación humana (Sheeran y sus “padres”, mentores / Sheeran y su hija), un par de conflictos de intereses y muy poco del funcionamiento de ese mundo, más allá del tratamiento superficial (¿dónde está el entramado sindical, sino mirado desde afuera?). En ese sentido la película hace mejor juego con Calles Salvajes (1973) y Los Infiltrados (2006), por el conflicto principal, por el uso de las operaciones formales, y por la resolución.
Los personajes están también un poco encorsetados (es una película mayor, pero por sobre todo demorada), no son tan alegres en su transitar de deseos; no se desencadenan, esclavos de su goce, ni se arrastran en picada hacia los descensos llevándose a todos consigo (lo más parecido al Charlie de Calles Peligrosas, al Nicky Santoro de Casino y al Tommy DeVito de Buenos Muchachos es aquí la terquedad del Jimmy Hoffa de Pacino). Sí tenemos, como hallazgo y como ejemplo de lo anterior, los sobreimpresos con el destino trágico real de los personajes, no ya en los títulos finales para devolvernos la vida real en el orden restablecido (Scorsese siempre católico), sino en el vivo de las pausas en las escenas, lo que también constituye un cortamambismo anterior al habitual, aun con esa imagen detenida tan Scorsese.
2. Cuando quise quitarme la máscara / la tenía pegada a la cara
Bemoles de la tecnología y de la no rotación de actores por edad: a diferencia del joven que suple a Ray Liotta en su primera juventud en Buenos Muchachos, y de la ocurrente y simbólica subexposición del también irlandés personaje de Jack Nickolson en los flashbacks de Los infiltrados, aquí Robert De Niro es rejuvenecido digitalmente en el rostro, pero su cuerpo no deja de presentar la coordinación motriz de una persona de su edad, por ejemplo en la escena en la que golpea a un comerciante por molestar a su hija. Joe Pesci brilla como siempre, pero, desinflado y digital, no parece extender el linaje de personajes vitales que iniciara con el director en Toro Salvaje. Lo fueron a buscar, De Niro y Scorsese a Pesci al monte salvaje para que encarne a un mesurado, pero a la vez para que desde la mesura desperdigue claves de alma, de símbolo. Un poco de jurisprudencia también, dentro del cuarto de variantes del filtro.
Y, claro, el pico de los actores se presenta en esta película pasada su mitad, cuando interpretan a gente de su edad, ya descascarados un poco de los filtros digitales. Quien sí pone un poco de pedal de guitarra, actuando juventud, es Al Pacino en el papel de Hoffa, quien incluso limitándose genera descargas eléctricas. Y es ayudado por un guión que lo ubica en el centro del conflicto (este texto, excúsenme, no se detiene a señalar apoteosis ninguna en los últimos minutos, luego de la escena del banco).
¿Por qué la comparación de El Irlandés con obras de apogeo en un elenco que promedia casi ochenta años? Dos consideraciones. La primera tiene que ver con Paul Thomas Anderson, quien pasó con el transcurrir de las películas a promediar planos más largos, afrontando también un mayor control en la imagen al devenir en su propio director de fotografía. Decisiones que aumentan la marca autoral, en tanto van edificando jurisprudencia. Scorsese se refirió hace poco a las películas de superhéroes basadas en comics como parques temáticos que no son cine. La presencia de De Niro, Pesci y Keitel en un filme sobre la mafia basado en hechos reales constituye un salto inevitable hacia un universo, sino expandido, referenciado. Scorsese además viene de ser homenajeado en Joker, proyecto que estuvo cerca de dirigir, basado abiertamente en Taxi Driver y El Rey de la Comedia, y con el casting simbólico de De Niro. Su marca en las películas de mafia es tal que Terence Winter afirmó haber basado el libro de Jordan Belfort El Lobo de Wall Street siguiendo la estructura de Casino. Rasgos del autor, voz y voluntad, parque temático o Scorsese en velocidad 1 (Lobo de Wall Street) o 0,5 (The Irishman). Como sea, parte de la industria construye guiones y castings siguiendo las pautas de guión y montaje comenzadas en los años setenta por el pequeño gran director de New York (todas las claves en Toro Salvaje). Scorsese, como director vivo pero sobre todo con pasado, constituye hoy una experiencia cinematográfica que está cargada de links y referencias, y que genera una marca que hace que miles de personas vayamos a un cine en Devoto para celebrar nuestro parque temático, a una semana de tenerlo gratis en cualquier pantalla del Mundo acá nomás.
Todo indica que en tiempos serializados en los cuales cada película que se proyecte fuera del cine cuenta con paradas técnicas del espectador para ir al baño, chequear redes sociales o seguirla al día siguiente, un film de tres horas y media será segmentado por gran parte de los consumidores (y que, accediendo al film en pantallas reducidas, note menos el artificio digital de rejuvenecimiento). Esto presupone condiciones más propicias para la recepción de esta película, con las decisiones formales antedichas que tomó el director, el guionista y la montajista –o qué hacemos con lo que pasa en la película cuando el conflicto se acaba–.
Sé lo que pasó en mi cine, en ese silencio cuando terminó, en todos procesando que los avengers terminaron y no suena Sid Vicious, y no se suceden placas de “qué pasó después” de epílogo. Un silencio sin aplausos que no tapan tres recomendaciones algorítmicas y abrir twitter.
3. Por tu culpa, por tu culpa, por tu gran culpa
“Tu no pagas por tus pecados en la iglesia. Lo haces en las calles, en tu casa”. Eso dice en over Charlie, el personaje interpretado por Harvey Keitel, en el monólogo que da comienzo a Calles salvajes, de 1973. “El resto es mierda, y lo sabes”, concluye.
En esa película, la primera con algunas de las convenciones serias de lo que será luego Scorsese como marca (revisando su filmografía, aparece Toro salvaje como la primera película con todas las marcas), el protagonista es un gangster moderado con aspiraciones y alguna esperanza de legalidad que, secundado por mafiosos conflictivos que le imponen un desafío o riesgo, se ve en la disyuntiva de elegir su seguridad y futuro o mantener una relación con estas fuerzas humanas de destrucción que además ponen en peligro a su pareja. Ahí están, en ese argumento, Casino, The Irishman, Los infiltrados, El Color del Dinero y Buenos Muchachos (y con una mínima variación de fuerza entre el protagonista y su coequiper, también El Lobo de Wall Street y Toro Salvaje). La fuerza que está presente en estos conflictos es el elemento de culpa. San Genaro y las manifestaciones populares en el comienzo de Calles Salvajes (1973), el cura y un anciano postrado, en el final de The Irishman (2019).
En el medio, la historia de lo italiano, la historia de Norteamérica, la historia del cine.
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