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El nirvana de los zombies


Por Leandro Diego


a Ivonne Bordelois


El siglo XXI terminó de convertir al ciudadano en consumidor: los Estados tutean a sus contribuyentes, las empresas no prometen nada, la publicidad ya no comunica: el lenguaje se volvió un anexo que molesta y nadie quiere enturbiarlos niveles infantiles a los que apela la comunicación visual. Se impone una semántica neutra, inofensiva: las palabras ya no dicen nada; ocupan espacio.


Para el sujeto –cada vez más aislado– decir empezó a valer más que comunicarse: expresarse de pronto fue más necesario que asegurarse un interlocutor. El sujeto contemporáneo más bien parece gritarle al viento, al aire, al sí mismo. Dice como si aullara, como si existiera solo. Su lenguaje ya no comunica: expresa ideas zonzas repetidas sin esmero.


He visto cómo las demandas y consignas más urgentes de mi generación se fueron evaporando hasta convertirse en tristes charcos sobre los que chapotean las ideologías más nefastas. El “reciente avance de las derechas” se explica menos por el triunfo de alguna entidad maligna que por la inercia general, casi absoluta. El lado oscuro, el conservadurismo estático y el Dios de la Productividad celebran a todo culo ese coro –pasivo, cómplice– que es la repetición, ese acto comunicativo vacío, ese decir sin amor. Saben que tienen medio partido ganado cuando el individuo adopta la lógica siniestra de la propaganda.




Hace un par de décadas se recomendaba que les niñes lean cualquier cosa. Les grandes (padres, docentes, periodistas) repetían con esperanza e inocencia: «que lean: cualquier cosa pero que lean». Hoy sabemos que cualquier cosa puede ser mucho peor que nada.


Celebrar al sujeto que dice como si decir –cualquier cosa– fuera –siempre– positivo, es un modo –chabacano, funcional– de poner al individuo por encima del pueblo.


Si un pueblo se convierte en un magma de sujetos que dice, una y otra vez, lo mismo; que repite sus deseos, dogmas y sentires sin que la palabra atraviese su existencia y su cuerpo; si habla como Personal o Nike: entonces, ya no es pueblo sino público. Y la diferencia entre una cosa y otra se dirime en la administración de los silencios individuales.


El silencio es un modo de colaborar para que la palabra no se vicie. Ante el imperio de lo igual y la falta de un interlocutor inmediato, callar empieza a parecerse a un acto –subversivo– de amor. El último y estoico puente a tender con el pueblo: dar silencio, posibilitar el eco, crear un espacio que convoque un interlocutor y, con él, la palabra recupere su peso, su importancia, su naturaleza.



En este nuevo darwinismo social basado en la cópula siniestra del mito del self–made con la plusvalía del algoritmo son los sujetos quienes, repitiendo, oprimen al cuerpo social que otrora los ayudara a emanciparse. Son los sujetos los que, flashando nirvanas de baja estofa, convierten cada día al pueblo en público: un enjambre de zombis que no dice ni comunica pero repite un ruido torpe –e inútil– que nunca calla.

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