Análisis de un film que va, feliz o fatalmente, a contramano de su época: Once upon a time in Hollywood, de Quentin Tarantino.
Por Nahuel Karg.
El tema del tiempo y el tema del cine son los tópicos sobre los que se movió hasta aquí la obra de Quentin Tarantino. Qué es fuera del cine y hasta dónde se extiende el dentro. Y, claro, hasta qué punto estos conjuntos tienen el poder de alterarse mutuamente.
Pero ahora se sumó el Poder. Y el poder de poder cuestionar a su época.
1. Los dos niveles
La primera película del director, Reservoir Dogs, estrenada en el festival de Sundance en 1992, era un perro concibiendo un universo en los rincones que le dejaba recorrer la correa corta del presupuesto. En el fuera de campo, omnipresente, se hallaba el robo fallido y las claves del whodunit. En ese sentido las discusiones y los flashbacks investigaban lo mismo: ¿qué salió mal?, ¿cómo recuperar algún orden, alguna especie de pasado en forma de segunda oportunidad?
Pulp Fiction (1994), su segunda película y Palma de Oro en el Festival de Cannes, tuvo en su contenido un detalle paradojal poco resonado. Antecediendo a los títulos de apertura (la canción Misirlou de Dick Dale) se producía el diálogo de los improvisados ladrones de la primera escena, personificados por Tim Roth y Amanda Plummer. Diálogo al que volvería la película en el capítulo final, pero con otro tono y otras palabras. Entonces Pulp fiction sumaba una capa más a su envoltorio de tiempos en pliegues, en esa advertencia doble del personaje Honey Bunny. La diferencia de las versiones era demasiado obvia para ser un error: entre lo que decía Plummer en la primera escena y lo que refería en la última había diferencias de palabras, en un mismo supuesto evento. ¿Se cifraba un mensaje allí, un dejo, una vuelta más al tema del punto de vista (tan incidente en su versión de la realidad que no podía evitar alterarla)?
Estas dos realidades posibles, estos dos planos (literales), se observan ahora en la escena (injustificada en esencia y duración como tantas otras del film, fatal y/o felizmente) de Once upon a time in Hollywood (2019), en la que el personaje de Margot Robbie ve a Sharon Tate en el cine, en fragmentos de la película The Wrecking Crew (1969). Y es un ejercicio de división lo que se observa. Porque no es la Sharon Tate de Once upon… la que se ve a sí misma en pantalla, sino que es una Sharon Tate de ficción, divergente, mirando a la otra, a la «real». La reivindicación del cine versus la asesinada por la vida. La virtual, riendo, como un goce sádico de una actual finalizada. (Otro de los ejemplos son el conjunto de contraplanos imposibles que hay en el documental de apertura, otra la separación también imposible del rodaje de Rick Dalton con el producto filmado, otra la escena en la que no reconocen a Robbie observando un afiche con el cuerpo de Tate; otra el montaje paralelo de Robbie siendo entrenada por Bruce Lee y Tate como resultado en la película: todos esos conflictos engendran un sistema que funciona.)
Modificar el recuerdo -y por ende el pasado- no es una mera propiedad del monólogo interno propio sino más bien una obligación. Cada discurso tiene el peso de la construcción que lleva encima. Basta ver la ensoñación del cine (y de la cultura audiovisual) que presenta Once upon a time in Hollywood, en recorridos de guías turísticas por los lugares (Rancho Spahn, Cielo Drive, los estudios, todos anclados en rigurosos períodos temporales remarcados en letras), en la exploración de formatos (16mm, 35mm, 70mm, tv) y sobre todo en su resolución, en el marco de segundas oportunidades, para entender que la reminiscencia es un viaje de ida (porque no hay dónde volver). Tarantino cerró Hollywood Boulevard para un plano secuencia de un viaje en auto, pero las imágenes que se ven en la película, de los negocios de neón y cines maravillados, están difuminadas por el fuera de foco de la cámara, que reserva a Brad Pitt el fin de la distancia focal. Lo que está obnubilado por la memoria es el Los Ángeles mítico de la infancia de Tarantino, alejado del tan real Los Ángeles de Pulp Fiction, feo y seco como el de hace unos meses, y atestiguado por cualquier viajante, sin tener a mano el poder de la revalorización en ausencia.
Efectivamente, Once upon… tiene como Inglorious Basterds (2009) el cambio de la Historia. La subversión de expectativas, siendo que conocemos un desenlace de la «realidad» y esa transgresión resuelve una tensión positivamente. (El otro truco es el de Luis Ortega, que como Fargo hace ficción con el cartel de “basado en hechos reales”.) En Inglorious Basterds era el asesinato de Hitler y de la cúpula mayor nazi; en Once upon… es el asesinato de los miembros de la familia Manson, antes de que masacraran la casa de Polanski y a Sharon Tate embarazada de siete meses. En ese punto de la película, y mientras este cronista festejaba la anulación de la masacre de 1005 Cielo Drive, noté en el cine que mis jóvenes compañeres de butacas permanecían aburridos, quizás por no saber quiénes eran esos hippies, o, sobre todo, por no saber hasta dónde habían zafado los ahora no muertos. Vale preguntar: a)¿la estructura de la película crea una tensión que justifique el paso de acción y comedia del personaje de Brad Pitt en la hermosa resolución de este conflicto alla Kill Bill?; b) ¿sin saber qué pasa en la vida real con Sharon Tate, que la hacen chota, se justifican todos los planos de Margot Robbie? (Otra opción: quizás lo que pasaba en mi sala es que eso que estaba homenajeando Tarantino, el fetichismo cinematográfico, el ruido del celuloide y de los autos, los héroes del Siglo XX, ya no existe.) (Y parece que Quentin agregó planos de Robbie luego de las quejas del estreno en Cannes.)
2. #MeNeither
Para Tarantino, ¿la Realidad es, como en Inglorius Basterds o en Pulp Fiction, a largo plazo inmodificable? Que se digan las líneas en el orden no previsto, o que se mate e Hitler arbitrariamente, era en los universos de esas películas apenas un juego que no cambiaba el panorama retrospectivo de la Historia. La venganza de los afroamericanos en Django sin cadenas (2012) era simbólica y minúscula. Demasiado individual. La de los judíos en Inglorious Basterds estaba apenas en offside. Y la de las mujeres en Death proof (2007) parecía mantenerse en pie sólo por contradecir a su época. Eran pequeños guiños que convivían en paz con el conjunto La Vida Real, que se revelaba inmodificable. Arrebatos troskos, bah. Pero en Once upon… el guiño de salvar a Sharon Tate y al bebé de Polanski es, y sobre todo para esta época, importante. Deja de ser un gesto y se vuelve acción. Y convierte a la cinta en un contramano de sus compañeras de cartel. Porque luego de películas de venganzas de minorías que Tarantino no integra (ya lo dijimos, mujeres, judíos, afroamericanos) aquí la reparación parece ser de un grupo que SÍ integra. La respuesta contundente del último mohicano varón del cine, que pone de héroe a un femicida (y la escena del femicidio, además, como paso de comedia; y con el lujo descortés de estar de más) y hace que festejemos sus posibilidades (el femicidio como foreshadowing además, reíte).
Dicho de otra manera, no ya a Roman Polanski, Louie CK o Woody Allen, ¿a Ben Affleck le hubieran aprobado este mismo tratamiento? Es cierto también que en épocas en donde los argumentos y los giros de guión se desarrollan inevitablemente según la pigmentación, la ideología o el prontuario que tengan los intervinientes delante y detrás de cámara, es un goce (¿culpable, erróneo, último, verdadero?) hallar a un autor que pueda realizar estos actos de transgresión, de capricho, de poder y de amor. (Porque el arte debiera ser también un espejo deformado y no conformarse con edificar desde el modelo; y allí está, incluso, la escena post créditos que es una publicidad de cigarrillos, sólo reservada a universos de ficción.)
Y entonces toda la tensión imposible llega a la pantalla. El poder. Tarantino pone a ¡Lena Dunham! al frente de un clan de mujeres peludas y hombres de pantalones flojos que están de okupas en un set de Hollywood de una generación anterior (y la hija de Kevin Smith, y la hija de McDowell, y la hija de Uma Thurman), y coloca a nuestro héroe macho alfa femicida, atravesando esa película de terror que antes fue libertad (el Rancho Spahn) para ver qué le pasa al Poder (que lo manda a cagar porque vive de esos cuerpos jóvenes, que consume, quizás con hipocresía). Y el cine, dice Tarantino, está en la fiesta de Playboy (nada menos), donde son todos felices, por fuera del escrache de esa nueva generación de okupas de corrección moral que prometen aguar la fiesta.
No es arriesgado, entonces, plantear que esta última película de Tarantino (quien amenaza con que queda sólo una más… y lo que le falta son espías y ciencia ficción) pueda funcionar como la antípoda de The Green Book, la premiada cinta de Farrelli de la cual se podía deducir cada plot point según el manual de corrección política de la época. Aquí la reivindicación de Polanski es evidente y el film deja implícita la pregunta: ¿si Sharon Tate hubiera tenido el hijo del director en 1968, éste hubiera terminado teniendo el episodio por el que fue juzgado, por drogar y violar a una menor de 13 años, nueve años más tarde, para terminar prófugo en Europa? Para sumar testigos al caso, también está allí la escena con la menor de edad que provoca al personaje de Brad Pitt quien, honorable como en el resto de las participaciones (eh… menos una, y fuera de campo), se niega.
El último plano de la película registra, mediante un travelling por grúa (como en gran parte del film), la entrada vacía de la mansión de 1005 Cielo Drive. El personaje de Di Caprio entra en la residencia de Polanski para iniciar su segunda vida como estrella, mientras lxs que lo reciben (la propia Tate, Jay Sebring, Voytek Frykowski y Abigail Folger) escinden su entidad como espejos en diferido de sujetos históricos, y se dedican a vivir en el espacio vacío del arte (personajes póstumos de humanos muertos, vecinos del David Bowie de No Plan y del Tony Soprano límbico que ¿sobrevivió? a Gandolfini).
El espectador avezado respira en esa toma por el milagro de verla bien a Sharon Tate, a sólo dos meses de dar a luz, pero luego el plano queda fijo en la entrada de la casa, en ese patio delantero demasiado desnudo, liberado muy frágilmente del horror que está latente. Y la cámara, mientras los títulos siguen, muestra ligeros movimientos. Muecas de una tensión no resuelta.
Y la película no termina de terminar. Y mientras se suceden los títulos, el horror, en nuestras cabezas de diario del lunes, amenaza con volver. Porque la Realidad, la Historia, acecha, otra vez en la tensión que proviene desde afuera del plano. Todos esos muertos. Esa realidad de corrección que Tarantino quiere mofar, pero el cine y sus límites. Y uno: ¿aparecerá un asesino, algunes que reemplacen lo previsto?
Los centennials ya se fueron del cine, sin resistencia Dieron por concluido el universo. Quizás se sorprendan, otro día, googleando "Sharon Tate". O leyendo una nota, o viendo la segunda temporada de Mindhunther. “¿No había zafado?”
Con el paso de los minutos, ese plano que vibra, que se mueve, que como el último de Blow Up, podía imponer una posibilidad, se clausura en negro. Y respiramos aliviados. La pregunta, antes, era si Tarantino había liberado definitivamente de la muerte a Sharon Tate embarazada, o si sólo había, con el cine, prorrogado (el tiempo que dure la película, o unos minutos más) ese horror.
En esa respuesta se mueve el arte. En esa transgresión de otro plano sin consecuencias. En ese espejo que nos devuelve fuera del modelo, entre lo que somos y el impulso de nuestro deseo. Y en el vértice que separa la pantalla de su contraplano imposible, de su falso documental irrealizable. Allí están, póstumos, el Bowie de No Plan, el último Soprano, y la Sharon Tate que se ve con otro cuerpo, en un cine en el cual sus asesinos ya murieron.
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