Twitch.tv es un edificio de bares japonés. Y un pasaporte europeo, y un Cromagnon con final feliz. Un viaje etnocéntrico hacia las comunidades del futuro.
Por Nahuel Karg
Twitch.tv, quizás la única red social tan despegada de la realidad, hoy.
Tan felizmente banal, tan intrascendente, tan antiargentina.
Y que comienza a vivir su apogeo como red –ese llenar de testigos la decadencia, ese que se enteren los padres y las estrellas de afuera; ese devenir en archivo vergonzante, ese volverse disco rígido abandonado.
Como en los interminables edificios japoneses, que acumulan en vertical diferentes comercios estimulantes, pequeños códigos internos para desperdigar la experiencia en micropúblicos, la estructura de Twitch.tv dispone a su izquierda de una columna de propuestas mínimas, íntimas, casi frías –un zapping de guía de televisión digital, una sucesión de puntos de vista–. Como en TikTok y los sitios que aspiran a futuro, aquí tampoco el algoritmo necesita de los datos de logueo para orientar al usuario y venderlo y manipularlo –ese baile de dos–. Con unos segundos adentro, desde cualquier navegador y dispositivo, ya se suceden las experiencias de transmisión y de control. Un algoritmo «a ciegas», de puro presente.
Y ahí, casi al instante, casi durante, casi después, están las experiencias.
Un adolescente de 16 años de zona sur terminando un vivo de 72 horas, sostenido psíquicamente por el héroe del trap argentino Duki, y por el streamer español Ibai –mientras casi festeja, apenas sostenido por una silla, sus padres al lado, unos meses antes de estallar en celebridad–. El arquero belga del Real Madrid discutiendo con un delantero argentino del Manchester City el asesinato de un español en un juego. Un grupo de cómicos argentinos, chilenos y mexicanos manteniendo partidas de Fall Guys una noche de sábado, mientras amigos célebres entran ebrios al Discord y se proponen plantear tendencias mundiales en Twitter. Dos jóvenes buscándole roña en un boliche de GTA a Fede Bal, persiguiéndolo con un auto digital por rutas artificiales, en lo más profundo de la cuarentena de junio, cuando las calles tiritaban vacías. Un campeón argentino de las batallas de gallos compitiendo en un torneo de poker mundial por tres millones de dólares –y transmitiendo con un diferido de seis a quince minutos, lo que le hace perder una improvisada visita del mainstream Kun Aguero–. Un grupo de jóvenes inaugurando una casa en Nordelta. Un grupo de jóvenes buscando al asesino entre ellos, en transmisiones paralelas de una misma partida de Among us, en lo que permite al usuario la experiencia de viajar entre puntos de vista en un policíal, y ver las mentiras y puntos ciegos entre ellos, desde afuera.
Un grupo de jóvenes viendo videos de compilaciones de ellos mismos en el pasado –uno, dos días atrás–.Un grupo de jóvenes viéndose reaccionar a una reacción anterior –y que después un editor contratado subirá a YouTube, logrando millones de reproducciones–. Todos percibiendo recopilaciones de la televisión creyendo ver el entierro de un Dios al que dicen desconocer. Otros viendo un programa de cocina en vivo. Otros reaccionando reacciones reaccionadas en el jardín de las reacciones que se reaccionan.
Uno pone mostrar más en la lista de transmisiones y el escenario sigue y sigue. Un club de cine pasa películas clásicas –Carnival of souls, The Florida Project–, el chat comenta. Un grupo de críticos de cine miran, allá Seven, más allá a Shyamalan. Un animador mexicano de Rick and Morty enseña blender. Un programador argentino transmite una conferencia online de diseño. En otro canal graban por Zoom de un podcast de filosofía y tecnología. En otro, tres argentinos y un venezolano importan su especial de comedia. Todos agradeciendo a quienes se suscriben. Todos agradeciendo bits. Todos en el ida y vuelta con el chat.
Gente normal, buscando la mirada externa en letras, en esa sucesión de renglones. Algunos ya criados en la era digital pensando que periodista es quien se abrió hace diez, doce años, un canal de YouTube. Otros pensando que la televisión es eso que se compila en las redes, el origen incierto de un eco viral, eso feo que subyace debajo de la traducción.
Allá y acá, periodistas llevados por la subscripción privada, por el aporte del público. Y Twitch que manguea por el “productor de contenidos”, que disfraza el mangaso.
Así que es una plataforma amigable.
Pero con códigos particulares.
Salir de Argentina
En Twitch, efectivamente, no hay pandemia, ni Argentina, ni realidad. Sus bordes, todavía, son de cierta adolescencia –la cama de fondo, los padres que entran cada tanto, las fantasías de vivir solo o en comunidad: todo ese fuera de campo que late fuera del plano–. Sigue siendo, hasta un muy actual todavía, una coming of age, una historia de iniciación. Tan futuro que adolece de sustancia, casi. Como las paredes del escenario de un juego, que desaparecen al cambiar el cursor –y que la física cuántica calcula también en átomos–.
Sí –sí– hubo en Twitch una visión muy mínima de la cuarentena, pero como una sordina que sirvió para exagerar la libertad de la unión entre pantallas, o la inutilidad de dejar de transmitir –y, también, porque la cuarentena llenó de streamers involuntarios en busca de lo que el teatro dejó de aportar–. Sí hubo también –y hay, y habrá– pocas discusiones sobre decisiones del gobierno en base al dólar –las únicas de las que se habla–; porque los héroes de los chicos argentinos cobran los partner de Twitch y las suscripciones de su público según Western Union, que pesifica en valores cercanos al blue –y que ya no lo hará más, obligados los streamers a la bancarización, y a que les pesifiquen los ingresos al dólar oficial, y por eso las quejas, por eso el ingreso de la politica–.
Y si el streamer histórico ve la barra de la izquierda llenarse, el público –ese coro griego, escalonado, aniñado, que yace en el chat– también cambia.
Hay en la base de Twitch, como en ninguna otra red social, una edificación monetaria en la comunicación con el público. Twitter es todavía el diálogo por pulsión, no hay negociación ni intercambio monetario entre los participantes –alguien dijo que era un LinkedIn para perder el trabajo– sino quizás adicción y luego violencia y reacción. Instagram es una sucesión de locales comerciales de un conjunto reducido de populares, el «mucho texto» como religión. Y la ausencia de links –porque de la imagen no se sale–. En Twitch hay, como en los albores de internet, un intento de voz para los no importantes, los sin imagen, los foristas, los incels criados a cancelaciones y a Zamba –y he ahí la explicación del aroma levemente libertario de estos mundos de foros desangelados, como Taringa o 4chan.
Twitch, decíamos. Hay un chat para cada participante, y éste siempre se vuelve, tácita, imperceptiblemente, un espacio reservado a los suscriptores, a estos pequeños mecenas del poema bestial que yace en el chat y que es para los streamers –en cuarentena perpetua– la sinécdoque del mundo. Se habla de comunidades tóxicas –ahí está el suicidio de Byron Bernstein, aka Reckful, como referencia– y de educar al público, en su mayoría de menor edad, pero lo verdaderamente real de la comunicación del streamer con su chat es que, en base a que recibe el pago por suscripciones de ellos, no puede sino que referenciarlos permanentemente.
Con agradecimientos, con un ida y vuelta natural –porque están, después de todo, también solos–, todavía con pensar desde la audiencia qué se dice, y por favor no ofenderlos.
–A Duende no le gusta mucho el chat –se le escapó decir a Goncho, una figura de la plataforma, en un stream informal con el humorista Rober Galati, por octubre. Al segundo quiso volver atrás sus palabras, riéndose–... No es que no le gusta… ¿cómo lo reformulo?
Otro de los que refirieron esta comunicación de «yo te pago el sueldo» fue el YouTuber y podcaster RamitaGram, quien discontinuó sus sesiones en la plataforma al notar que no podía ignorar el chat.
–Te dicen “tenés que leer el chat, qué hacés si no” –refirió en su podcast El Futuro, observando que el formato de la plataforma se edifica en base al impulso externo, a la interacción.
Hay, por cada conflicto, diez videos de clips en YouTube. Cien twitts. Mil comentarios.
Fanss
Un buen ejemplo de esta búsqueda forzada de diálogo se pudo ver en las recientes partidas del streamer español MrKeroro10, una suerte de Messi de los juegos Battle Royale multijugadores como el Fortnite y específicamente el Fall Guys, en el cual se pasan niveles simples con otros jugadores en línea hasta que queda sólo uno con el premio. Debido al éxito reciente del Fall Guys este español de 22 años duplicó sus niveles de audiencia –araña el millón de suscriptores en YouTube y los novecientos mil en Twitch– en sesiones de stream de decenas de miles de espectadores que, al verlo en vivo en un juego multijugador, pueden, si tienen suerte o velocidad, compartir una partida con él, enfrentarlo o integrar equipo, en el mundo de ficción del juego.
–Este es stream sniper –repite Mr Keroro varias veces por día, al ver que uno de los participantes del juego grupal se aparta de los objetivos de ese universo, con el fin de saludarlo o hacerlo perder.
En esta época en la que el mundo está sediento de narrativas irrelevantes, llegó un punto en que la popularidad de sus transmisiones generó que todas las partidas fueran monopolizadas por intercambios de niños con su ídolo, impidiéndole ganar. Lo molestaban, lo bloqueaban. Fue entonces cuando Mr Keroro –1100 victorias en Fall Guys al momento– encontró por azar una solución, al pedir a los stream snipers que coincidieran con él en algún nivel, que se identificaran con una skin particular, poniéndole al personaje una máscara de oso roja.
Integrados al universo de su ídolo, los niños ya no molestaron a Keroro, sino que jugaban con él, se hacían ver, lo ayudaban a llegar a la final. A las pocas partidas, y esto evidenció la popularidad del streamer y el poder de la plataforma Twitch en la industria del juego, casi la mitad de los participantes de cada partida eran osos rojos que, desconociendo las reglas del juego, se desprendían de la lógica de equipos para mezclarse en el escenario de lugares comunes, aislados y reconocidos. Eran, detrás de la pantalla, trascendentes, parte.
Pagaban y subían a hacer mosh al escenario, sin romper nada.
Un Cromagnon, después de todo, con final feliz.
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