Cuánto hay de utilidad o de inevitable en la evasión de intermediarios, hasta dónde la curaduría es nuestra, cuál será la estética de los azares futuros.
Por Leandro Diego
I
Lo mejor que hicimos en la cuarentena con mi compañera fue, ante el proverbial sobrepeso y la reciente bronquitis crónica de nuestro gato, optar por la alimentación BARF. Hay mucho material en la web para les interesades pero, en resumen, se trata de darle al animalito lo que su sistema digestivo está hecho para digerir: carne cruda. Entonces, el sábado a la mañana, con la idea de armar sus viandas para los próximos quince días, empecé a llamar por teléfono a las carnicerías del barrio en busca de corazón. Muchas personas nos venían diciendo que las vísceras se conseguían baratas, que los carniceros a veces te las regalaban, etcétera. Nada de eso. Nosotros, en la famosa ciudad autónoma, solemos depender de los supermercados (que siempre, no solo en pandemia, preferimos evitar) porque los carniceros particulares no venden vísceras o porque tienen demasiadas condiciones para venderlas. De todos modos, insistí y conseguí una carnicería que, a pocas cuadras, me confirmó que tenía corazón. Terminé de armar la lista y salí.
Entré, pedí (recién te llamé, te pregunté por corazón, blablá) y el carnicero (padre) desapareció hacia la zona de las heladeras. El carnicero (hijo) preguntó para qué lo queríamos. Le conté: gatito, asma, sobrepeso, nutrición. Necesito un cuarto. El hijo se fue y volvió diciendo que no, que el corazón se vendía “por pieza entera”. Le pregunté cuánto pesaba “una pieza entera” y me dijo que aproximadamente un kilo y medio. Le repetí que necesitaba un cuarto nada más, que con eso el gato comía medio mes, que comprar un kilo y medio representaría no solo un gasto innecesario sino tirar un kilo y un cuarto de corazón que a alguien podría servirle (los gatos comen muy poco y no conviene frizar sus vianditas por más de un mes porque pierden… en fin, busquen). Como tenía otras cosas que comprar, hice silencio: es decir, les di una oportunidad. ¿Quién carajo les va a comprar un kilo y medio de corazón? ¿Van a preferir tirarlo antes que venderme un cuarto? ¿Se van a perder el resto de mi compra por no venderme algo que ni siquiera al poco probable comprador de la pieza entera de corazón podría perjudicar demasiado? Nada. El carnicero (hijo) no dijo nada. El carnicero (padre) no volvió a aparecer.
Me fui.
El lunes fui a Coto y pregunté por corazón. Me dijeron que entraba los miércoles. Volví el miércoles y compré 400 gramos.
2.
Para amenizar la segunda ola, con mi compañera compramos, usadita, una Tolueno (búsquenla, es un emulador con miles de juegos de muchas consolas que se enchufa directo al televisor). Como yo tenía un único joystick y queríamos recuperar cierta parte de nuestra infancia enfrentándonos como antes lo hacíamos con hermanes o amigues, quise comprar un segundo joystick: USB, genéricos, sin demasiadas pretensiones. Busqué en MercadoLibre y me di una idea aproximada de los costos y prestaciones generales. No obstante, no quería esperar ni pagar un envío. Entonces, una tarde de visita a mi barrio natal, me di a la búsqueda física.
El primer comercio de La Paternal quiso cobrarme dos mil pesos por el mismo artefacto que había visto en la web por mil. En el segundo comercio me atendió un pibe. Me ofreció uno de mil seiscientos. ¿No tenés uno más barato?, pregunté. Se fue a buscar y después de hablar con un tipo que hasta entonces había pasado desapercibido para mí, apareció con un joystick viejísimo en una bolsa transparente que ya era sepia de tanto polvo y sol acumulado. Me dijo que era el único que le quedaba, que me lo dejaba en seiscientos. Accedí con ganas, pero antes de finalizar la transacción sugerí sin preguntar: Cualquier cosa, si no funciona, te lo traigo. El pibe dudó. Me dijo que sí, que se lo podía llevar pero que no me podría devolver el dinero. Que, en el caso de que no funcionara, me daría “crédito” por el equivalente de mi gasto para otros productos del local. Pero yo no necesito nada de lo que vendés, solo el joystick. Y no tenés otro como para cambiármelo. No dijo nada. Insistí (era una verdadera ganga): ¿No tenés para probarlo y listo? No tenía.
Me fui y el mismo día compré uno de mil pesos (envío incluido) por MercadoLibre.
3.
Fui un gran tomador de taxis. Las razones de que haya terminado optando por Uber, Cabify o sus similares son muchas, pero todas tienen que ver con lo mismo: la poca predisposición humana del gremio y de sus tripulantes. Un breve listado (con algunas razones vigentes y otras históricas): que los taxistas anden con el cartel de LIBRE encendido pero no te paren (que te hagan ese gestito, el “no” con el índice de la mano derecha del lado del parabrisas del acompañante, inclinándose un poco hacia adelante cuando pasan cerca tuyo); que no tengan cambio; que pongan sus radios odiosas y no pregunten si a uno le molestan; que fumen sin consultar; que hablen a pesar de que uno no responda; que tengan “problemas” para los casos en los que uno viaja con algún tipo de equipaje; que no sepan el recorrido, se resistan al uso del GPS y te llenen el viaje de preguntas sobre las rutas posibles; que puteen y se quejen del tráfico; que no acepten tarjeta de débito o equivalentes. La lista es larga.
Pero esto no es una diatriba contra los taxistas sino un breve comentario que viene a justificar mi elección por el intercambio más higiénico, casi quirúrgico, que me proponen las aplicaciones de viajes. Hoy, salvo que lo tenga que hacer con mi padre o mi madre, que no conciben un vehículo que no sea negro y amarillo, ya no tomo taxis.
Se me dirá que las aplicaciones son explotadoras, que destruyen el sistema laboral y que plantean una lógica meritocrática para la supervivencia de los conductores con más y mejores calificaciones. Al respecto, dos cosas. Primera: no pretendo postular a Uber/Cabify como modelo de nada sino más bien mostrar por qué el taxismo no es ya, para mí (y estimo que para muches), hace tiempo, una opción (está muy bien perseguir ciertas causas y ponerse determinadas camisetas pero la experiencia de usuario es la experiencia de usuario: elegir un “servicio peor” para defender un determinado modelo de economía o de mercado no parece un buen norte). Segunda: en las cuestiones vinculadas al “servicio”, no estoy del todo seguro de que un ranking basado en la satisfacción de la experiencia del usuario (y no en las competencias del proveedor, como es el caso del criterio de selección de docentes en los secundarios de la mentada ciudad autónoma, por ejemplo) sea del todo malo.
4.
El periodismo cultural se ha ido convirtiendo, de a poco, en una mezcla de fascinación por la novedad que vuelve imposible la profundidad (se produce tanto que, para cubrirlo, no queda otra que hacerlo superficialmente) y una celosa protección del saber o del conocimiento de quienes son considerados especialistas, que se manifiesta en la distancia respecto a las expresiones contemporáneas (o, a lo sumo, la cercanía de las más masivas, como para mostrar un espíritu de aggiornamiento) y en la reedición constante de información cada vez menos relevante sobre los “hitos” de la cultura de ayer, hoy y siempre.
Es decir, oscila entre la noticia y la efeméride, el clasicismo y la novedad, entre las tiranías del canon y del mercado.
Sentarse a mirar las recomendaciones de Netflix u otras plataformas de streaming, picar el descubrimiento semanal de Spotify o las “radios” de las canciones que nos gustan (playlists espontáneas basadas en diversos criterios particulares de una determinada canción) nos vuelve endogámicos y nos ofrece opciones siempre parecidas a lo que “ya nos gusta”, es cierto. Pero así y todo es una experiencia más “novedosa” que aquellas a las que nos invita la prensa cultural.
A modo de corolario
Se suelen leer los comportamientos de clientes y usuarios reduciéndolos a perversas manifestaciones de “la lógica del sistema”. Sus elecciones son entendidas como causa y consecuencia del debilitamiento de las “viejas relaciones”, propiciadas por un sistema que intenta destruir la humanidad de los vínculos (por más comerciales que fueran). Son entendidos como víctimas (del sistema que impulsa sus decisiones) y victimarios (de los damnificados por ellas).
Convendría, de vez en cuando, pensar en las causas que los (nos) llevaron a preferir grandes comercios en vez de pequeños (aunque ahora surja una especie de regreso del comercio de barrio en forma de “tiendas boutique”), compras digitales en vez de físicas, plataformas de viajes en vez de medios tradicionales, y/o someterse (someternos) a las indicaciones algorítmicas más que a la lectura de suplementos y otros medios de difusión cultural para definir sus (nuestros) consumos.
La famosa “lógica del sistema” de fines del siglo XX tal vez haya radicado en “preparar el terreno” para que, cuando las condiciones tecnológicas lo permitieran, las personas prefiramos cualquier cosa que no involucre “otra persona” o que la involucre lo menos posible.
Una pregunta válida sería: ¿Cuándo empezamos a tratarnos tan mal? Porque estamos hablando de servicios, es decir, de intercambios que, se supone, deben propiciar un beneficio para ambas partes. Reformulo: ¿cuándo dejamos de estar interesades por el beneficio de le otre siendo que, a la larga (y no solo en este tipo de intercambios sino en todos), es el nuestro?
No vender un cuarto de corazón (que pudo haber implicado, además, vender muchas otras cosas), no permitir la devolución del importe si un producto no funciona, no apagar el cartel de LIBRE si no se está dispuesto a levantar pasajeros, o cobrar por escribir una nota con las “recomendaciones” de la semana (un copypaste de sinopsis y palabrerío de prensero sin el más mínimo atisbo de curaduría) tienen algo en común: un total desinterés por le otre y la deformación de una actividad que requiere de ese otre (y de su satisfacción) en un campo de batalla en el que cada cual se atrinchera sin ceder nada que pueda llegar a representarle una mínima pérdida.
Y si así andan las relaciones comerciales (que, repito, necesitan de la satisfacción de las dos partes para ser viables), imaginemos cómo andarán las afectivas, en las que la ausencia de una retribución inmediata (a falta de dinero, producto o servicio) aleja todavía más la idea de la satisfacción del otre o, peor, permite que la ausencia de esa satisfacción se disimule bajo los mantos de la manipulación y la costumbre.
La peor consecuencia de esta aversión general hacia “lo gratuito” es el efecto que tiene sobre nuestra percepción de la especie. La cotidianeidad nos invade, nos presiona contra lo más bajo de nosotres mismes, haciéndonos olvidar de todo aquello de lo que la humanidad es capaz (todo eso que, por ejemplo, nos muestran los documentales de Herzog).
Y así todes, cada día, nos vamos volviendo un poco más mezquines.
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